Estás en el parque, domingo por la tarde, y tu hija quiere trepar por la cuerda floja del columpio más alto. Miras alrededor para asegurarte de que ningún otro padre te juzga mientras mascullas tu mantra de autoayuda interior: “los niños tienen que explorar, los niños tienen que explorar”. Es ahí, justo en ese equilibrio entre el miedo y el permiso, cuando muchos padres piensan en la utilidad de un buen psicólogo infantil Ferrol que los oriente sobre cómo manejar las emociones propias y ajenas sin arruinar la infancia…ni la tranquilidad doméstica.
Ponerle nombre a las emociones en los niños es casi tan complicado como poner nombre a todas las piezas del set de construcción que quedó esparcido por el suelo: ¿esa pieza pequeña y puntiaguda, cómo se llama? ¿Dolor en el pie o frustración absoluta? El juego de identificar emociones empieza igual de temprano y resulta vital en su vida afectiva. Cuando un niño es capaz de reconocer que está enfadado, triste, celoso o simplemente inquieto porque quiere otro helado, puede que no cese el berrinche, pero al menos sabrá cuál es la causa, y eso en sí es un triunfo épico. Las emociones infantiles son universos paralelos llenos de volcanes en erupción y lluvias de estrellas; acompañarles a transitar por esos paisajes requiere más destreza que construir una nave espacial con piezas de Lego perdidas.
En lugares donde llueve la mitad del año y buscar un plan bajo techo se convierte en arte, acudir a un psicólogo infantil se ha normalizado tanto como las tardes de juegos en casa. Sorprendentemente, los niños se sienten a veces más cómodos contando sus secretos más grandes a quien les escuche sin intentar enseñarles la raíz cuadrada de su mal humor. A veces hace falta que un adulto externo haga preguntas del tipo: “¿Cómo te sientes cuando llueve?” o “¿Qué crees que quiso decir tu amigo cuando no quiso compartir la merienda?”. Así de sencilla y de compleja es la magia de crear espacios seguros: se trata más de escuchar que de recetar soluciones exprés.
Otra herramienta infalible para fomentar el equilibrio anímico es el arte de la paciencia, que requiere entrenar músculo más que una maratón. Aceptar que hay días en los que las cosas simplemente no salen según los planes, en los que la convivencia parece firmar una tregua a cambio de galletas compartidas, y en los que las rabietas desaparecen tan misteriosamente como han llegado. Muchos padres encuentran en la crianza su propio sentido zen, porque meditar sobre el suelo lleno de manchas de pintura, plastilina y cosquillas da para todo un máster en tolerancia.
Por supuesto, pocos superpoderes son tan útiles como la comunicación. Si los adultos suelen complicar los mensajes con frases del tipo “estoy bien pero no tanto”, los niños lo tienen mucho más claro. El reto está en adaptar el relato, en descifrar sus códigos internos y dejar aparcada la lógica adulta. Traducir eso de “me duele la tripa” no siempre significa una emergencia médica: muchas veces habla del corazón y del miedo al lunes. Para lograrlo, hace falta tiempo, conexión y altas dosis de curiosidad. El diálogo no sólo ayuda a interpretar las grandes preocupaciones de la infancia, sino que siembra la confianza para el día en que la adolescencia golpee a la puerta con su altavoz interior.
La improvisación y flexibilidad se convierten en aliadas durante las etapas de mayor inseguridad, cuando el cole parece un mundo hostil o las amistades mutan casi a diario. Los recursos para acompañar estos aprendizajes se parecen más a un caleidoscopio que a un manual fijo: mucho color, distintas perspectivas y ninguna pieza igual a la anterior. Si en algún momento se desbordan las emociones, saber pedir ayuda profesional es una decisión valiente y, afortunadamente, cada vez más valorada. No se trata solo de solucionar problemas, sino de potenciar las fortalezas, identificar esas pequeñas señales de alarma antes de que se conviertan en sirenas y, sobre todo, ofrecer a los niños herramientas que nunca encontrarán en los test de matemáticas ni en una tarde de lluvia, sino en el reconocimiento, la empatía y la presencia adulta.
No siempre es sencillo mantener el equilibrio entre la protección y la libertad, entre el acompañamiento y el respeto por la autonomía personal. Pero cada pequeño paso cuenta: desde la primera vez que logran pedir disculpas después de una pelea, hasta la tarde en que deciden valientemente enfrentarse a ese miedo irracional al monstruo bajo la cama, que tantas noches ha robado el sueño de toda la familia. Lo que para un adulto parece un simple detalle, para un niño puede ser el comienzo de un viaje emocional hacia el autodescubrimiento y la resiliencia; un viaje en el que, a veces, el mejor copiloto será un especialista acostumbrado a descifrar mapas emocionales tan complejos como divertidos. Y, entre parque y parque, charla y silencio, se va gestando una generación con tantas habilidades emocionales como imaginación para inventar mundos nuevos en cada juego. No habrá paraguas grande suficiente para las tormentas de emociones, pero sí muchas manos adultas dispuestas a sostenerlo juntos mientras duren los chaparrones.