La niebla matutina se disipa suavemente entre las hileras de viñas gallegas, cuando ya empiezan a rugir a lo lejos los motores de la maquinaria vendimia Ribadumia. Para quienes todavía creen que recolectar uvas es solo una romántica postal de abuelos con cestos de mimbre, la realidad actual se parece mucho más a una película futurista con menos rayos láser y más eficiencia sobre ruedas. El cambio llegó sin pedir permiso y, aunque algunos aún se sorprenden al ver tractores sorteando las espalderas como bailarines de ballet mecánico, lo cierto es que el progreso no da tregua a la pereza ni a las viejas rutinas.
Cuando las bodegas se juegan su reputación botella a botella, no hay margen para la improvisación. La precisión es el nuevo oro de Rioja, Ribadumia o cualquier otra denominación que se precie. Y aquí es donde el músculo del campo ya no solo depende del sudor humano sino de circuitos, pantallas y bastante I+D. Es cierto que todavía muchos románticos prefieren mancharse las manos, pero en los tiempos que corren, esas manos tienen ahora mandos a distancia y controlan una flota de maquinaria casi tan sofisticada como la cabina de un jet. La historia de la recolección manual se convierte cada vez más en relato para las sobremesas largas. Entre los hilos invisibles de las redes digitales y el rugido suave de los motores eléctricos, las cuadrillas humanas ceden terreno —pero no protagonismo, que para eso siempre habrá anécdotas— a la eficiencia y la precisión.
Cuando toca recolectar miles de kilos de uva antes de que el tiempo juegue en contra, cada minuto cuenta, y la maquinaria vendimia Ribadumia ayuda a rascar segundos como si fueran pepitas de oro. Quizá por ello, en las mañanas de septiembre, el vino huele menos a cansancio y más a eficacia. La automatización permite escoger el punto óptimo de maduración a una escala que sería imposible coordinando grupos de cosechadores a gritos entre hileras. Y si pensamos en el efecto de la lluvia, los caprichos del clima ya no son una amenaza tan grande porque las cosechadoras pueden trabajar largas jornadas, sean cuales sean las condiciones, mientras uno puede refugiarse con un café mirando cómo la productividad escala por encima de cualquier predicción tradicional. Lo bonito del asunto es que, aunque el componente humano nunca desaparece del todo, cada paso hacia la digitalización y el análisis de datos aporta un salto cualitativo en la calidad final del vino.
Uno de los mayores temores entre quienes llevan décadas dedicados al vino es perder el toque personal, ese savoir faire heredado de abuelos a nietos, que parece residir en la yema de los dedos y en la intuición afinada por años de cosechas. Pero si algo ha demostrado el sector, es su capacidad de adaptación. Algunos viticultores, después de ver los primeros resultados, han pasado de la incredulidad al entusiasmo casi sin darse cuenta. La precisión permite, por ejemplo, tratamientos personalizados hilera por hilera, adaptándose a las necesidades de cada cepa y maximizando el rendimiento de cada metro cuadrado de viñedo. El análisis en tiempo real con sensores y GPS proporciona un mapa casi quirúrgico del estado de la finca, ayudando a tomar decisiones casi instantáneas que ahorran mucho dinero y saliva.
Claro que no todo es cuestión de eficiencia y números. A veces surgen dudas razonables acerca del coste económico de la inversión inicial. Sin embargo, quienes han apostado por renovar flota y adoptar equipos de última generación suelen cambiar las preguntas que se hacen: ya no es cuánto cuesta la tecnología, sino cuánto costaría quedarse atrás. El dilema se resuelve, casi sin pestañear, al ver llegar el doble de cajas a la bodega en menos tiempo y sin que la uva pierda frescura por largas esperas al sol. Además, la sostenibilidad es el nuevo mantra y no hay empresa bodeguera que no busque reducir su huella de carbono a golpe de eficiencia energética y optimización del consumo de combustible, lo que también abarca el manejo de residuos y la reducción del impacto ambiental.
El relato termina por enredarse entre lógicas de siempre y este aire punk-rock digital que ha transformado las viejas recetas del campo. Y si alguna vez te encuentras dudando entre ser fiel a la tradición o abrazar el avance, tal vez el mejor consejo sea un brindis compartido frente a las viñas, donde pasado y futuro se sientan juntos, copa en mano, mientras el tractor inteligente hace su ronda bajo la misma luna de siempre. Por mucho que cambien las herramientas, la esencia del vino –y de quienes lo hacen posible– sigue siendo cuestión de arte, ciencia… y ahora, también, de botones y algoritmos.